Entropía, 28.1.2001
(Suplemento cultural de El Sol de San Luis)
Rafael Jiménez Cataño
Aunque llego a Salzburgo en perfecta coincidencia con el inicio del Festival (23.7-31.8), lo que me trae es el deseo de ver a Nikolaus Schapfl, compositor alemán afincado en Austria. No se consiguió la cita al primer intento, pero dimos con el día justo para venirme de Viena sin que él estuviera de viaje. Y no se piense por eso que se trata de un divo difícil. Al contrario, el encuentro es como su música: una sencillez que perfila más la vivencia del reconocimiento que la del descubrimiento, una revelación sencilla de una realidad honda, compleja, que no excluye ni sorpresas ni la promesa de una irradiación siempre nueva de vida.
El primer contacto había sido hace varios años gracias a unos Lieder para piano y soprano, la mayor parte con textos de Paul Célan, y una obra polifónica, "Tota pulchra". El CD, de 1995, llevaba por título Wandlung, transformación. Gocé esa música y la compartí, pero la que me decidió a buscar al autor en la primera oportunidad fue la de otro CD, de 1999: Songs without Words. Las siete "canciones" que llevan ese nombre son para piano y violín. El CD contiene también cuatro piezas para piano, una de las cuales se titula Arlecchino, "música para danza expresiva", en cuatro partes de carácter claramente narrativo, rasgo apreciable en el cuaderno que acompaña el disco y en la edición (Accolade Musikverlag, Alemania), tanto en la explicación inicial como en las indicaciones a lo largo de la partitura.
Schapfl me recoge y, al encender el coche, se oye una música absolutamente pop. "Bonita canción, ¿no?", observa él. "¿Qué es?", pregunto. "No sé, pero es buena, ¿no te parece?" Me doy cuenta de que juega mucho con las palabras y los gestos, cosa que no me extraña por el sentido del humor que ya había percibido en su música. Luego lo habría de ver tomándose el pelo a sí mismo al oír o interpretar los efectos de sus propias obras. Sin embargo, la observación sobre la canción pop no era ni irónica ni para probarme. Veo que soy muy drástico al distinguir la música clásica de la que no lo es y atribuir la calidad sólo a la primera; y a la segunda a veces, como por concesión. En cambio, éste es un fenómeno que he visto muy extendido en Austria, donde todo mundo estudia ocho años de música en la escuela: tener una formación profunda en música clásica y el gusto correspondiente, y apreciar igualmente otras formas y gozarlas con plenitud. Esta formación da lugar también a una sensibilidad contraria a lo que muchos se esperarían: saber agradecer cualquier cosa que alguien pueda tocar, por limitados que sean sus recursos. En Italia no me atrevo a tocar el piano ante nadie, porque me dirán que tocan mejor Pollini o Campanella (observación justísima y estúpida). En Austria, paradójicamente, me puedo permitir esa osadía, porque aquí es normalísimo que alguien toque un instrumento sin pretender dedicarse a la música.
Lo que ocupa en este tiempo a Schapfl es una ópera: El Principito. Una suite sinfónica tomada de ahí ya se ha interpretado en multitud de ocasiones por diversas orquestas. Escuchamos algunas partes. Como en las obras que ya le había escuchado yo, es una música que se gusta con todos los recursos que tiene uno, no sólo con el intelecto: Obertura, El Principito en su planeta, Puesta de sol, Coro de las estrellas, El Principito y la flor, Final; y de la ópera: Dueto del Principito y la rosa, El rey, El zorro, Aria del piloto, Dueto del piloto y el Principito junto al pozo. El canto de la rosa es puro vocalise; el zorro es bullicioso y enmarañado desde el diseño mismo del piano que lo introduce. Schapfl me explica el perfil de los personajes ante el teclado y veo que es un magnífico pianista. De vez en cuando interrumpe y escribe sobre la partitura. El encuentro del Principito con la serpiente y lo que sucede después me hace comprender las lágrimas que brillaron en una audición privada con la familia Saint-Exupéry. No extraña que sea el primer compositor al que la familia y la editorial (Gallimard) autorizan para poner en música Le Petit Prince. Al parecer se prevé para el 2002 el estreno de la ópera en el Prinzregententheater de Munich. (Todo esto, según L'Express, junio de 2000.)
Aprovecho que ya estamos al piano para pedirle también una interpretación de Arlecchino, cuya partitura me acaba de entregar y se ve --como ya se oía en el CD-- endiabladamente difícil. Me comenta que él la considera su mejor obra. El Principito podrá ser la más importante, pero él se siente reflejado de modo particular en el Arlecchino. Me parece significativo que ese juicio me haya llegado ya de boca de oyentes jóvenes, sin preparación específica. Se lo hago saber y aprecia la observación. También le comunico que alguien había encontrado muy elocuentes sus Songs without Words. Tienen las características del canto, sin que den la impresión de que el violín se limite a sustituir una parte vocal. En algunas (de modo especial la quinta y la última) se siente hacia el final un paso de un lenguaje articulado a uno inarticulado, como quien no puede más y se abandona a la modulación sin palabras.
Con algunos ejemplos de música mexicana que llevo conmigo pasamos a otra "fase". Empiezo por Arturo Márquez y pongo el Son a Tamayo, para arpa, percusiones y cinta magnética. Él escucha interesadísimo pero, cuando oye hablar del modo como el Danzón 2 es escuchado en México, me pide oírlo inmediatamente. Lamento no haber explicitado con él las impresiones que tengo de esta obra. Desde el motivo inicial, hay una accesibilidad para todo público que convive con un elemento que no podía ser puramente popular: ese tema siempre me ha parecido como una variante de un tema original inexistente. Después, en varios pasajes --sobre todo en la segunda mitad-- siento la presencia de un submundo hormigueante, por llamarlo de algún modo, que me recuerda La création du monde de Darius Milhaud, y también pienso en esa obra al oír, ya a punto de terminar, una especie de reanimación o ripresa con que se interrumpe un pasaje en el que parecían haberse puesto a cero todos los valores dinámicos y de volumen. Cuando ya hemos oído tres cuartas partes de la obra, parece que Schapfl va a moderar su entusiasmo para dar una valoración más escéptica y de pronto entra una trompeta que lo hace detenerse. La construcción de ese pasaje claramente lo cautiva y, cuando entran los metales en masa y continúan de un modo sumamente irregular en cuanto al ritmo y tremendamente disonante, que sin embargo se puede gustar con alma y cuerpo, su opinión es nuevamente de admiración: no cabe duda de que se trata de un gran compositor.
Propongo entonces Metro Chabacano, de Javier Álvarez. No quiero aquí insistir en las valoraciones positivas de calidad de la composición, que podemos dar por hecho. Más interesantes me parecen, en cambio, las observaciones por contraste, aunque parezcan tener un correlato negativo. En Metro Chabacano comenta de pronto que, aunque la riqueza rítmica es grande, desde el punto de vista de la armonía no sucede casi nada. "¿Ni siquiera ahora?", le pregunto, porque precisamente en ese momento "pasa algo". Y seguirá pasando.
Durante la audición, Schapfl hojea los cuadernos que acompañan los discos. Le llama la atención el modo como se habla de "nacionalismo mexicano". "¿Te imaginas --pregunta-- un cuaderno análogo que hablara de 'nacionalismo alemán'?"
Una lección para mí viene con el Huapango de Moncayo. Debo confesar que he sido víctima de esa vergüenza tonta para reconocer que a uno le gusta algo que gusta a muchos, de pensar que eres poco fino si te gusta; que el Huapango es algo muy trillado, que lo gozas sólo porque eres mexicano, no por la calidad de la composición. Así pues, lo pongo sin mucho entusiasmo, explicando "objetivamente" el lugar que ocupa en México y cómo es oído. Pues vaya sorpresa: es sin duda la obra que más elogios se lleva. Y además, éstos llegan una y otra vez, como si le pareciera normal que ya se hubiera acabado la cuerda y se sorprendiera de que había más. Explícitamente alaba también "el producto", o sea orquesta, dirección, grabación (era el disco Concertino. Música mexicana de concierto, con la Orquesta Sinfónica Carlos Chávez, dirigida por Eduardo Diazmuñoz; Warner Music Mexico - Consejo Nacional para la Cultura y las Artes).
Por motivos circunstanciales hay que sobrevolar por el Concertino de Miguel Bernal Jiménez y por la Sinfonía India de Carlos Chávez (pero no se le escapa que ésta última está editada por Schirmer). De pronto, por un error digitación, sale una obra no anunciada que lo cautiva y dice "esto es muy bueno, ¿quién es?". Es la Sinfonía de Moncayo. "Claro --concluye--, es que es un maestro". Y el otro maestro, al que le subraya el título, es Revueltas. Sensemayá le parece magnífica (menos mal). Por falta de tiempo no podemos escuchar integralmente Lux et origo, cuarteto de cuerdas de Jorge Torres Sáenz, el compositor más joven de todos los que oímos (n.1970), pero Schapfl salta de un movimiento a otro con visible atención, lo que se diría "pícadísimo", y después me repetirá varias veces que le había parecido una obra de grande relieve.
El maratón musical termina con danzones en su forma original, para poder valorar el de Márquez. Como con el género pop, me llama la atención la seriedad con que toma esta música, y, como con el Huapango, alaba todos los elementos del "producto". (Fueron Blanca Estela, con Acerina y su Danzonera, El canto de las trompetas, con Carlos Campossss y La margarita, con Mariano Mercerón. Me hubiera encantado llegar a La sitiera, con la orquesta Gamboa Ceballos, pero el tiempo apremiaba.)
A la mañana siguiente, paseando por la ciudad, me comenta que muchos artistas, por ejemplo músicos de la Filarmónica de Viena, estarán alojados en casas dejadas en este período por las vacaciones, y me hace notar de vez en cuando la presencia de algún personaje en la calle. La plaza de la catedral está preparada para la tradicional representación de Jedermann, de Hugo von Hofmannsthal, pieza central de los Salzburger Festspiele desde su inicio en los lejanos años veinte del siglo pasado. Mientras miramos el paisaje de torres, cúpulas y tejados desde la ladera del monte, el viento trae el scherzo de la séptima sinfonía de Beethoven, que claramente no es una grabación. Schapfl observa que bien podría ser la Filarmónica de Viena que ensaya. Cosas que pueden suceder en Salzburgo. Desde el fortín de la cumbre llegará repetidas veces en estos días el grito "¡Jedermann!", nombre del protagonista de la obra, que significa "cada uno": es la muerte que llama a cada hombre.
No nos hemos salido del tema. Con todo y la sencillez alegre de Schapfl y su autoironía, con todo y la atmósfera luminosa de la mayor parte de sus obras, con todo y su simpatía por la música "ligera", no faltó en la conversación la grande pregunta: ¿para qué? También Poulenc, un apasionado de "la adorable música mala", hacía coincidir sus horizontes con los de la filosofía y la religión. Y es que es mucho lo que nos jugamos ahí, porque "nuestra música debe hablar el lenguaje del grande misterio de la vida o de la muerte, debe penetrar el mundo de lo incognoscible y testimoniar la disposición humana de afrontarlo" (Michele Campanella, "Para qué toca un pianista", Paréntesis, N.5, abril 2000). Como el Principito al piloto, nos debe enseñar a ver.